Una escena cualquiera
Dos pequeños jugaban alegremente sobre un balancín oxidado. En un extremo, una niña con sonrisa de ladrona, que se había metido algunas piedras en los bolsillos; en el otro, un niño confundido, incapaz de comprender por qué era su lado el que terminaba siempre en lo alto. Cualquier otro día, esto no habría tenido importancia, pero hoy el niño estaba especialmente molesto, ya que sobre el columpio había una nube pequeñita, y dentro de la nube estaba lloviendo, por lo que cuando conseguía bajar un poco, le chorreaba el pelo rizado, y la niña reía más y más. Al cuarto remojón, una mujer se acercó hasta el columpio tratando de que no se le notara la sonrisa.
—No sabía yo que pesabas tanto —amonestó a la niña, con dulzura, a lo que esta respondió mordiéndose un labio y encogiendo los hombros—. Tú, enano, no metas la cabeza en la nube que te va a caer un rayo.
La mujer sopló, intentando disipar la nubecita, y la nube se marchó hacia otro columpio, no sin antes devolver el soplido para dejar a la mujer toda despeinada. Los niños rieron a carcajadas y, con una mirada, decidieron ir a buscar otra nube para intentar hacer un arcoíris.
Junto al parque, observaba la escena un hombre que se debatía entre la ternura que le producían los chiquillos, y la envidia que sentía por todos aquellos que podían jugar con nubes. Él arrastraba siete ladrillos tras sus pies, atados a una cuerda que rodeaba su cintura; pero los ladrillos no eran para tanto, lo peor era la cuerda, rígida y deshilachada, rasgando su piel a cada paso. Cuando se detenía, los ladrillos dejaban de ser una molestia, pero las heridas que dejaba la cuerda dolían todo el tiempo. Por suerte, había gente con ocho ladrillos, o hasta doce, pero él no era uno de ellos, él arrastraba siete. Cuando los niños salieron corriendo, el hombre siguió con su camino, y le pareció que uno de los ladrillos pesaba un poco menos, hasta se permitió soñar con arrastrar solo seis.