Mala leche

Eladio tenía solo cuatro vacas, él sabía que no eran muchas, pero siempre fanfarroneaba diciendo que no quería más vacas de las que pudiera levantar en brazos. A todos les hacía gracia la broma de aquel hombre menudo, y no faltaba quien le respondiera que cuando no sirviera para llevar la leche, podría trabajar de guardián de su oficio, haciendo de tapón. Pero lo bueno de tener solo cuatro vacas es que podía llamarlas a todas por su nombre; nos pasa una cosa muy curiosa a las personas, y es que cuando le ponemos nombre a algo, o le cogemos cariño, o lo odiamos. Así tenía a la que se llamaba Manchada, que fue la primera que llegó a la granja y estaba ya algo vieja; la Eulalia, que se llamaba así por una tía suya, y la Fernanda, que la compró ya con el nombre puesto, y le daba pena cambiárselo porque no quería confundir a la vaca. A estas tres las adoraba, y raro era el día que no se llevaban una caricia y una palabra cariñosa… Pero a la Macarena, a esa la odiaba con todas sus fuerzas, y era lo más normal que mientras la ordeñaba amenazara con hacerla filetes y echárselos a los perros. Tanto era el asco que le tenía, que aun pudiendo llevar toda la leche en dos cacharras, usaba tres, y la leche de la Macarena la llevaba en una cacharra sola, para dársela a los vecinos que le caían peor.

El ordeñar era algo que Eladio hubiera hecho aunque no le pagaran; le relajaba ese movimiento mecánico y suave, sentir que con cuidar bien a sus animales era capaz de conseguir un alimento que no se agotaba nunca. Incluso si estuviera desocupado y lleno de dinero, alegremente hubiera madrugado todos los días para ordeñar a sus tres vacas favoritas, y a la Macarena la habría dejado reventar. Pero había que comer, y una vez ordeñadas las vacas, empezaba el verdadero trabajo. Cargaba las cacharras en la bicicleta, y como eran tres y no podía repartir bien el peso para no ir incómodo, lo compensaba llevando también un par de quesos que, cuando alguien le preguntaba para comprárselos, decía que los tenía ya vendidos a uno de la ciudad. A Eladio le gustaba mucho presumir de que la primera pedalada la daba antes de que el Sol abriera los ojos, pero lo cierto es que cuando se ponía en marcha estaba ya la tierra caliente, que el frío mañanero no le sentaba bien a los cuerpos como el suyo.

No había mucho camino entre la granja de Eladio y el pueblo, lo malo es que era siempre el mismo, y a veces se le hacía largo. Él se entretenía intentando seguir con la bici las huellas que había dejado el día anterior en la arena removida, por eso le aburrían los días de lluvia, pero más dormido o despierto, siempre llegaba a la casa del Paco a tiempo de llevarse una bronca.

— ¡La leeeecheeeee! —gritaba Eladio, parado ya frente a la puerta, rezando para que saliera la mujer, Luisa, que era amable y bonita, no como el mangurrián de su marido. Pero rara vez la dejaba salir el Paco a hablar con nadie, que de tan feo, normal que fuera celoso.

No pasaron ni tres segundos y ya apareció Paco con la botella de vidrio vacía en una mano, apartando con la otra la cortina de la puerta.

— ¡Pierna floja! Un día va a llegar la leche rancia —Paco tenía también el defecto de creerse gracioso, y lo demostraba riéndose a carcajadas de sus propios chistes.

— Ya sabes Paco, no es fácil cargar todo el peso hasta aquí, la vuelta es más ligera.

— Muchas vueltas das tú, pa´ lo canijo que eres. Lo que tienes que hacer es madrugar más.

Paco no respondió, se limitó a llenar la botella con la leche de la Macarena, y observar con desprecio a aquel hombre mientras rebuscaba en el bolsillo del pantalón con sus manazas, hasta que sacó las monedas que buscaba.

— Aquí tienes, tus tres pesetas, no te lo gastes en mujeres que de esa leche no se puede vivir.

Paco volvió a entrar en casa riéndose de sus ocurrencias, mientras Eladio, en silencio, lo veía desaparecer por la puerta, y lo imaginaba almorzando junto a Luisa y el chiquillo aquel que debía tener ya nueve o diez años. Se quedó un rato sentado en la bici, con los ojos en la nada, como quien mira un recuerdo, antes de volver a tensar las piernas y ponerse a pedalear. Era ver a Paco, tan feliz y tan cabrón, y a Eladio se le amargaba el ánimo para el resto del día. Seguía con su reparto, lento y poco hablador, ignorando las miradas de lástima que le dirigían los vecinos, sin cuidado ni maldad, pensando que él no se daba cuenta porque como decía Nati, que de sufrir sabía mucho, no caben tantas desgracias en un cuerpo tan pequeño, y es normal que el Eladio este perdiendo la chota.

El lechero daba un pequeño rodeo al llegar a la plaza, y es que aunque era más sencillo ir primero hasta un extremo del pueblo y volver por el otro, de vuelta a su granja, Eladio quería terminar el recorrido en la plaza, y hacerle la última entrega al médico. A este ni le avisaba de su llegada, aunque él ya le había oído antes y a menudo le miraba desde la ventana negando con la cabeza, mientras Eladio cogía la cacharra de la Macarena y le tiraba en la puerta toda la leche que le quedaba, antes de volver a montarse en la bici y regresar a la granja. Era el único momento de su trabajo que le hacía sonreír, y tal vez el único motivo por el que seguía cogiendo la bici para ir al pueblo cada día.

Una vez terminado el reparto, dejaba la bici con sus bártulos en el corral y entraba en la casa para sentarse en un sillón frente a la ventana, desde donde podía mirar a sus vacas. Desde allí, durante horas, observaba con odio a la Macarena mientras recordaba a su mujer y su hija en la cama, pálidas y temblorosas, y al lozano doctor frente a ellas, con ese porte engreído y el acento de ciudad, diciéndole: “No te preocupes Eladio, esto se cura con descanso y leche caliente”.

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