No se lo cuentes a nadie
Somos casi cincuenta, concretamente, cuarenta y ocho. Tantos como puertas. A mí me asignaron el número diecisiete.
Todo ocurrió tras la muerte de mi vecino. Era un hombre mayor, aunque jovial, alegre y lozano. Solíamos coincidir en el portal por las mañanas, ya que él salía a hacer la compra cuando yo volvía del trabajo; un hombre de rutinas. Él, que había sido cocinero más de cuarenta años, me contaba lo que iba a comprar para comer ese día, y yo, con simulada envidia, aplazaba su ofrecimiento de unas clases de cocina que nunca llegaron. Lo encontraron muerto un 8 de febrero, sonriendo en su cama; la casa olía a guiso de verduras. Arturo se llamaba, en paz descanse.
A la mañana siguiente se presentaron dos mujeres en mi casa, y me lo explicaron todo. Yo no me lo creí, claro, hasta que subimos a la casa de Arturo y me enseñaron la puerta. En este caso era la del horno. Resulta que hay, repartidas por el mundo, cuarenta y ocho puertas que conectan nuestra realidad con otras completamente desconocidas para el común de los mortales. Por cada una de ellas nos visitan, cuando pueden, seres de otros planos que vienen de vacaciones a la tierra. Las mujeres eran discretas, pero con el objetivo de convencerme me contaron, por ejemplo, que en época de gigantes y cabezudos, llegan a través del arco del triunfo unos tipos enormes que disfrutan de pasear por nuestras calles a cara descubierta, saludando a todo el mundo, sin que nadie intente matarlos como si fueran monstruos; y que el guardián de esa puerta, un tal Bernard, está muy harto porque tuvo que meterse a gendarme y cada vez que van a venir tiene que inventarse una excusa para cerrar el tráfico en la zona. Mi trabajo iba a ser mucho más fácil.
A través del horno de Arturo nos visitan unos pequeñajos que se hacen llamar chiguitos; ya, ya sé que suena ridículo y no ayuda a darle credibilidad a la historia, pero yo no pongo los nombres. No obstante, está claro que algún guardián, tiempo a, no fue de los que saben guardar un secreto, ya que aquí en Palencia a los niños se les llama chiguitos, y ahora tengo claro el motivo. Estos chiguitos tienen cuerpo de niño, y pasarían por niños completamente normales de no ser porque tienen un par de ojos de más, y a alguno le sobra también una orejita. Los chiguitos son alegres, curiosos, divertidos, y les encantan los dulces. Vienen cada año por carnavales, y mi cometido es esperarlos en la cocina con un montón de máscaras para que puedan ponérselas y salir a la calle a disfrutar.
Por lo que respecta a mí, soy un tipo de lo más normal, obviando que por cercanía se me confió el mayor secreto de la humanidad. Pero eso no me ha servido para conservar el trabajo, me despidieron el martes. Así que he pensado que la próxima vez que vengan los chiguitos, cuando vayan a volver a su mundo, me voy a meter al horno con ellos. Y a ver qué pasa. Si no escribo más, es que me he quedado allí.