Plinn y Proul

Plinn y Proul

Todos le llamaban Plinn, pero él no se sentía Plinn. Si tuviera la oportunidad de charlar unos minutos con sus padres, les preguntaría dos cosas: si sus sonrisas eran sinceras, y a quién se le ocurrió un nombre tan ridículo. Sonaba como el tintineo de un instrumento metálico, como el estribillo con que un niño rellenaría una canción inventada: Plinn, Plinn, Plinn; era un sonido alegre, demasiado alegre, y no podría odiarlo más. La gente casi tenía que sonreír para decir su nombre, como si todo aquel que le llamara fuera más feliz que él. Pero era el nombre que figuraba en sus documentos, y tenía que aguantarlo.

Tal vez por eso huía de todo lo oficial. En los callejones oscuros podía llamarse Proul, un nombre difícil de pronunciar, un nombre que no apetecía decir. Y las personas con las que se cruzaba no le miraban con alegría, se limitaban a salir corriendo y llorando tras recibir un par de golpes y desprenderse de sus pertenencias; así quería verlos Proul, tan desamparados como él.

Aquel día amaneció oscuro, como todos. Plinn, de mala gana, se vistió con el uniforme y lo remató adhiriendo a su pecho la tarjeta identificativa (una pegatina con su nombre). Atravesó la puerta que dividía su bloque de viviendas del resto de la calle, y se encontró con el primero de la mañana.

—¡Buenos días! —era un hombrecillo menudo, achaparrado, como si le pesara mucho la cabeza, aunque lo que realmente parecía pesado era el carro que transportaba con él. Buscó el nombre en el pecho de su interlocutor— ¡Plinn! ¡Qué nombre tan bonito! ¿Dónde se dirige?

—Voy a trabajar. Calle 23, edificio 7, departamento 2 —Plinn hablaba sin alma, como si respondiera un contestador.

—Deje que lo compruebe, un momento.

El momento es una medida de tiempo muy libre. Para algunos dura un instante, para otros lo que tarden en pensar en otra cosa, hay quienes lo consideran una vida entera… Para este hombre, un momento era el tiempo necesario para buscar un nombre entre los tacos de papel que transportaba en su carro. Finalmente, tras removerlos durante un rato, cogió uno de los tomos y miró de nuevo el pecho de Plinn.

—Pe, ele… ya casi lo tengo, un momentito.

Cualquiera diría que un momentito es menos tiempo que un momento, pero no necesariamente. El momentito no es el diminutivo del momento, es su consecutivo, momentito es aquello que sucede cuando se excede el momento. Y dura lo que tenga que durar, en este caso, lo necesario para encontrar el nombre de Plinn dentro del taco de papel seleccionado.

—Calle 23, edificio 7, departamento 2, ¿era ahí donde iba? —el hombrecillo ni siquiera recordaba las indicaciones de Plinn.

—Así es, a mi trabajo.

—Muy bien, puede continuar.

Este señor, además de lento, era un mentiroso, aunque de esto no tenía culpa alguna; el caso es que Plinn no pudo continuar, porque apenas diez pasos después, dobló la esquina y se encontró con otro coordinador de calles, armado con otro infame carro lleno de papeles.

Plinn aguantó con estoicidad el proceso, de nuevo, y una tercera vez antes de llegar al edificio en el que trabajaba, y se aseguró de recordar bien las caras de los tres, por si tenía la suerte de encontrarse a alguno de ellos en la noche. Una vez en el trabajo, todo era más sencillo.

—¡Hola Plinn! —el secretario general de recepcionistas le saludó con energía, mientras comenzaba a buscar en un montón de papeles mucho más delgado que el utilizado por los coordinadores de calles.

—Qué hay.

—¿Departamento 2?

—Como siempre.

—Adelante Plinn, ¡anima esa cara, muchacho!

Plinn forzó su mejor sonrisa, antes de indicarle al subdirector de escaleristas que subiría al tercer piso, en busca de su departamento; una vez en el piso tres, solo tuvo que hablar con el gestor de pasillos y aramboles, que ya le conocía, para que este le permitiera, finalmente, acceder al departamento 2, en donde, por fin, pudo comenzar a trabajar.

El trabajo de Plinn era el mismo que desempeñaba la mayor parte de la población, elaborar las listas con información actualizada para que al día siguiente pudieran utilizarlas los coordinadores, gestores, subdirectores… y demás miembros del estamento conocido como “los guardianes”. Casi todos sus compañeros copistas soñaban con llegar a ser algún día guardianes, y así deshacerse de la pesada tarea de pasar horas y horas escribiendo nombres y direcciones, pero a Plinn eso le daba igual. Él se limitaba a pensar en otras cosas mientras escribía, hasta que daba con algunos de los nombres que atravesarían las zonas más oscuras y solitarias de la ciudad; entonces sí prestaba especial atención, memorizando aquellos lugares que pudieran obedecer mejor a los intereses de Proul. Después, añadía el nombre de Proul a la lista, junto a alguna dirección cercana a las que había seleccionado como objetivo, y terminaba su trabajo satisfecho, dispuesto a pasar una horita fantaseando con su salida nocturna; así, se aseguraba de volver a casa más tarde que el resto, para evitar las aglomeraciones.

De vuelta a casa apenas tuvo que lidiar con un guardián, el número de estos iba disminuyendo a medida que avanzaba el día y se reducía el tráfico en las calles, aunque no faltaban aquellos que hacían el turno de noche. Estos se hacían llamar guardianes de noche, como queriendo aparentar algún tipo de mística, pero no eran más que guardianes de día, con menos luces.

Plinn solo se detuvo dos minutos en su habitáculo, los necesarios para convertirse en Proul; se quitó el uniforme de trabajo, vistió ropa normal, pegó con fuerza sobre su pecho la tarjeta identificativa con el nombre de Proul, y salió de nuevo a la calle.

Alguien podría pensar que algún guardián debería reconocer a Plinn bajo el nombre de Proul y revelar el engaño, pero ese alguien estaría profundamente equivocado. No es que a los guardianes no les sonara la cara inexpresiva y mustia de Proul, su gesto de fastidio o su voz automatizada… es que en la tarjeta identificativa ponía Proul, y en los papeles de los propios guardianes también ponía Proul, y figuraba la dirección que él decía, así que era Proul, y ya está. ¿Cómo iban a dudar de sus papeles y sus tarjetas identificativas? Les había costado tanto conseguir ese trabajo… poner en duda la fiabilidad de aquel sistema sería como poner en duda su propia existencia, así que aquel hombre era Proul, y no había más que hablas. Lo decían los papeles.

Proul se agazapaba entre las sombras de cualquier rincón mal iluminado, esperando a que pasara alguien con un destino lleno de números y decidido horas antes, o alguno de esos molestos guardianes de noche. No acostumbraba a atacar a los guardianes, ya que no solía cruzarse como Proul con ninguno de los que tan molestamente le paraban como Plinn, pero en un par de ocasiones tuvo la suerte de cruzarse con uno de ellos, y entonces la manera de proceder era muy sencilla: con una mano se tapaba la tarjeta identificativa del pecho, y entonces ya no era ni Proul ni Plinn, no era nadie; con la otra, los golpeaba hasta perder las fuerzas.

Con los que no eran guardianes, que constituían la mayor parte de sus asaltos, Proul era más educado, se limitaba a amenazarlos, les decía que no les iba a pasar nada… aunque si no se ponían muy nerviosos, algún golpe les daba, para que gritaran un poco. Luego se marchaba de allí con algo de sus víctimas, pero esto era pura liturgia, no robaba para conseguir cosas, solo se llevaba algo para justificar el robo, él lo único que quería era que le miraran con miedo. Sin sonreír.

No obstante, aquella noche no tuvo la oportunidad de intimidar a nadie. Solo pudo sorprenderse; sorprenderse de que hubiera alguien más en el mundo siguiendo sus métodos, o al menos eso pensó cuando escuchó los golpes; sorprenderse de que un hombre, prácticamente muerto a golpes, llegara suplicante hasta sus pies en lo más profundo de las sombras; sorprenderse de que ese mismo hombre hubiera sido capaz de salir con un hilo de vida, a pesar de haber sido atacado por tres bultos, presumiblemente personas, que ahora se encogían en el suelo, deshaciéndose… pero lo más sorprendente fue su mirada, esos ojos suplicantes mientras sujetaba el colgante que llevaba atado al cuello. Proul tuvo que cogerlo.

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