ratazote
El pueblecito era apenas una calle larga con tímidas ramificaciones, y de alguna forma, hacia el norte todas iban a parar al bosque; en cambio, al sur de la calle principal se encontraba el riachuelo, y en torno a él una buena extensión de tierra fértil gobernada por anárquicos arbustos salteados por hierbas de toda condición. Era precisamente ahí en donde habían despejado un trozo del terreno, para encender una hoguera en torno a la que reunirse cada noche, a discutir lo mismo.
En un lado de la hoguera se situaba el grupo liderado por Blonk, que quería terminar la reunión cuanto antes para volver a patrullar por el bosque. Discutían con gran efusividad, pero siempre con un ojo puesto en el bosque, por si vieran aparecer alguna rata.
Al otro lado estaba el grupo de Enhel, cuyo discurso era más calmado, no por falta de convicción, si no por cansancio. Ellos no miraban al bosque, pero tampoco prestaban gran atención al otro grupo, más bien se sentían fascinados por el fuego de la hoguera. Era precisamente Enhel quien tenía la palabra, y la mayoría lo escuchaban con atención por respeto a su antiguo desempeño como jefe de exploradores.
—Ya no se trata de lo que queramos hacer —Enhel había ensayado sus palabras de camino a la reunión—, si no de lo que podamos hacer. Casi no tenemos comida, hemos esquilmado el bosque, no podemos dedicarnos a patrullar sin sentido durante toda la noche. Debemos cultivar, o alejarnos para cazar, o hacer cualquier cosa que nos permita mantenernos vivos.
—Antes no decías eso —Blonk lo interrumpió, mirándolo con malicia—. Has cambiado mucho desde la marcha de Liskar. ¿Temes que la encontremos en el bosque?
Enhel sintió el golpe justo en el pecho, y en la cabeza, y en todo el cuerpo. Quiso atravesar el fuego y abalanzarse sobre Blonk, marcar en su piel el precio de la ofensa… pero se limitó a responder mientras se daba la vuelta.
—Mi hija no es una rata.
Abandonó la reunión desmotivado, al igual que las dos noches anteriores, pero esta vez no tenía ganas de volver a casa. Nadie le esperaba en casa. Fue en dirección contraria, se sentó junto al riachuelo, y rozó el agua con los dedos, imaginando que tal vez, alguna de esas gotas, siguiera su curso hasta llegar a las manos de su hija, en cualquier otro lugar del mundo. Estaba seguro de que Liskar estaría bien, era lista, y decidida, y sobre todo era una guerrera, era Carla. Recordaba con pena ese nombre, Carla. Su hija había adoptado el nombre de un extraño y se había marchado en busca de algo que Enhel era incapaz de comprender. Era difícil aceptar que Liskar hubiera elegido ese destino, y sin embargo, no se le ocurría otro destino posible para Liskar. Él debía quedarse atrás, echarla de menos sin molestar demasiado. Se tumbó junto al río e introdujo el brazo entero en el agua, para sentir que tenía más posibilidades de llegar hasta ella, y tras pasar un rato en esa posición, se sintió ridículo y giró su cuerpo, dando la espalda al río, con el brazo empapado ahora sobre la hierba. Fue tal el esfuerzo que hizo para no llorar, que no tardó en sentirse agotado, y finalmente se quedó dormido junto al correr del agua,
Cuando despertó era de día, y le pareció lo más normal del mundo, hasta que miró directamente al cielo y el sol hirió sus ojos acostumbrados a la noche. Se volvió hacia el río buscando refugio, y no pudo evitar sentirse estúpido al pensar en dónde estaría ahora el agua que había tocado la noche anterior. Pero volvió a meter la mano en el río, antes de marcharse.
Al regresar al pueblo, no había nadie en la calle, lo cual sintió como un alivio; puso rumbo a su casa, decidido a coger alguna herramienta con la que comenzar a trabajar la tierra, ahora que todos dormían y nadie podía detenerlo, y cuando estaba junto a la puerta, a punto de pisar el escalón en el que acostumbraba a sentarse Liskar, olvidó qué hacía allí, quien era él, y el nombre de Liskar no significaba nada. Miró alrededor y vio como cada ventana abierta era un nuevo mundo con colores diferentes, y se dirigió al primero que encontró, en busca de un lugar mejor.