Relato titulado Elena Nito

Elena Nito

El cielo nublado de aquella típica tarde gallega no impidió que Elena Nito y su hermano Anselmo se sentarán a tomar una copa de vino en la terraza de su bar de confianza, desde donde pasaban la tarde hablando de naderías y criticando a la gente que caminaba por la calle. Se encontraban comentando los diversos tipos de piel que adornan nuestra sociedad, y las curiosas particularidades que llevan asociados, cuando un colorido grupo de hippies atravesó la acera a su lado, dejando tras de sí una extraña mezcla de fragancias.

—Estos… todos estos tienen la culpa de que España esté como está —Anselmo comenzó a hablar cuando los hippies se encontraban ya a una distancia prudente—. En vez de defender a su país, se van corriendo a abrazar y lanzar flores a los invasores.

—Así nos va, que ni una copa de vino te puedes tomar tranquila —Elena negaba con la cabeza mientras hablaba—. Si Franco levantara la cabeza…

Y la levantó.  Al incorporarse y mirar alrededor se asustó y soltó un agudo gritito, ya que se encontraba en una pequeña cripta, y él recordaba haberse acostado en el Valle de los Caídos. Asumió que la confusión se debía a una más que posible resaca, se desempolvó el traje con unas palmaditas en el pecho y partió hacia la ciudad, que veía desplegarse al fondo como si se tratara de una postal sucia.

Como estaba bastante lejos, aprovechó para construir un par de embalses de camino, y fue ensayando el discurso de inauguración mientras deambulaba por las afueras de la ciudad sin prestar atención a lo que sucedía a su alrededor, hasta que empezó a cruzarse con gente que no solo no le honraba con el consabido saludo militar, sino que además le miraba sin disimular su desprecio. Fue permisivo con los dos primeros, pero al tercero se echó mano al cinturón dispuesto a sacar su arma; desgraciadamente, la pistola no estaba ahí, y el tirón sobre la tela desgastada consumó la desgracia: los pantalones se desintegraron como una pared de ceniza golpeada por un huracán, y Franco se quedó en calzoncillos en medio de la calle.

Reunió toda la dignidad de la que fue capaz y continuó caminando como si no ocurriera nada, asegurándose de que la tela restante aún cubría su preciado testículo. Pero la pose no le duró demasiado, ya que pocos metros más adelante se topó con un grupo de pelados que empeoraron su situación.

—¡Anda coooooño! Mírale, si parece el generalísimo después de pasar una noche en Chueca —El que hablaba parecía el líder del grupo, y los demás reían a carcajadas.

—No se imagina donde he pasado la noche —Franco se llenó de confianza al reconocer algunos de los símbolos que adornaban la ropa del sujeto—. ¿Dónde está el cuartel de la Guardia Civil más cercano? Necesito un uniforme nuevo y reunir a los miembros del gobierno lo antes posible.

—Mira como habla, si parece que se ha tragado un silbato. Lo que vas a reunir son las medallas esas que llevas, en mi bolsillo.

Cuando los pelados se marcharon, a Franco le quedaban los calzones, las botas y la gorra. Pero eso no fue lo peor de todo, ya que poco más tarde, viéndolo como un anciano semi desnudo y desamparado, le ofreció ayuda un grupo de… ¡sudamericanos! Y con eso ya no pudo, salió corriendo en dirección contraria hasta abandonar de nuevo la ciudad, y caer de forma definitiva, completamente exhausto, en alguna cuneta abandonada.

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