La tierra siempre responde
Fue un 8 de septiembre cuando Manuel Campillo comenzó a hablar con las cebollas. La hoja estaba ya amarillenta, y los bulbos pedían a gritos ser desenterrados para recibir el sol en su carne. A mano descubierta, con la piel endurecida como única herramienta, Manuel tiraba del cuello para liberarlas de su prisión y después las ponía a secar en el bancal.
La tierra removida, despojada de su fruto, ofrecía ya solo ese acogedor olor a huerta, y la promesa de más trabajo. Manuel la observaba nostálgico, recordando los tiempos en que aquellos campos no estaban cortados por vallitas de alambre, y la tierra era de todos, amiga y compañera, nunca posesión. Pero esa es otra historia. A mediodía, con el sudor bañando su frente morena y arrugada, se sentó junto a las cebollas mientras comía una tajada de queso y un pedazo de hogaza. En ese momento se enfrentó al silencio.
Campillo comenzó hablando del tiempo, como para romper el hielo; mientras las cebollas, de naturaleza tímida, escuchaban respetuosas pero sin intervenir, lo que provocaba recelosas miradas de Manuel. Por dos veces estuvo a punto de levantarse e irse, completamente indignado, pero era un hombre insistente; a gente más sosa le había sacado algunas palabras, y hasta una sonrisa, así que continuó, haciendo gala de la experiencia de más de sesenta años de conversaciones a las espaldas. Habló del campo y sus secretos, de la vida de los críos en la ciudad, de lo caprichoso que se había vuelto el cielo… y al cabo de unas horas, pudo sentir, satisfecho, como una vocecilla lo interrumpía. Las cebollas habían aguantado impasibles multitud de provocaciones de Manuel, que no dudó en abordar los temas más polémicos que se le ocurrían, buscando alguna reacción; pero finalmente, cayeron con el truco más viejo del mundo. El hombre, seguidor del Athletic de Bilbao, había proclamado que su equipo era el mejor y más honesto de la historia del deporte, y una de las cebollas, que era madridista, no pudo evitar llevarle la contraria. Comenzó entonces una animada discusión sobre fútbol, en la que todos tenían razón y ninguno quería soltarla. Otra cebolla se enfadó por un comentario sobre Messi y se fue. A partir de ahí se relejaron los ánimos y pasaron a hablar de otros temas, intentando que nadie se ofendiera. Cuando anocheció, Manuel fue un momento a casa y volvió con una bota de vino, que quiso compartir con sus comadres, quienes amablemente declinaron la invitación. Entre tragos, bromearon y rieron al principio, pero después profundizaron en algunos temas más serios. Primero Manuel habló de política, más concretamente de la ausencia de esta, y ante tan mordaz comentario, la cebolla roja, situada más a la izquierda del bancal, respondió comparándolos con los pulgones que les amargaban la vida, y ambos convinieron en que sería mejor para todos que estos se alimentaran de políticos, y asunto resuelto. Luego hablaron de la familia, de la mujer de Manuel, en paz descanse, y comentaron lo extraño que era que las personas primero vivan y después se las entierre, y a las cebollas primero se las entierre y después vivan. Bien entrada ya la noche, con un par de lágrimas en los ojos, Manuel cerró la conversación bromeando con que él no era de los que lloran, que era solo la reacción típica por abrirse a las cebollas.
Con la bota de vino vacía y una sonrisa en los labios, finalmente Manuel Campillo se despidió, y se fue a dormir tranquilo, sabiendo que al día siguiente tendría con quien hablar, aunque el último vecino del pueblo se hubiera marchado la tarde anterior.