Los tiempos verbales en la narración

En este artículo no vengo a explicar nada, sino a pedir opinión. Uno de los errores más habituales entre los escritores primerizos (y no tan primerizos) es la confusión de tiempos verbales, cambiando de unos a otros en la misma frase sin ningún tipo de sentido, lo que genera una gran confusión (no buscada) en el lector y, por tanto, una sensación desagradable.

Pero como profesor de escritura creativa, estoy acostumbrado a buscar en cualquier resquicio del lenguaje un disparador a partir del cual escribir un relato; además, a nivel personal, una de las cosas que más disfruto al escribir es la posibilidad de jugar con las palabras, con sus combinaciones y sus reglas. Como si fuera un videojuego que me propone diferentes retos que superar.

Por eso os dejo hoy aquí este relato. Se trata de un texto en el que alterno de forma muy clara entre la narración en pasado y la narración en presente, y trato de darle un sentido directamente relacionado con el personaje principal. Me gustaría que me digáis si os parece acertado o no, porque en mi cabeza todo tiene mucho sentido, pero el tiempo me ha ido dejando muy claro que a los que no tenemos la capacidad suficiente, a menudo se nos pierden cosas en el trayecto de la cabeza al papel xD. Allá va:

Entre rosas y amapolas

La lluvia acudió aquella mañana y abrazó la tierra sin miramientos, dejando a todos los asistentes embarrados, aunque unos más que otros. Varios amigos observaban la escena en silencio, mientras la familia se apartaba de ellos tanto como era posible en una situación tan incómoda. Cuando los operarios depositaron el ataúd en el fondo de la fosa y comenzaron a cubrirlo, cada uno salió por su lado.

Al poco de atravesar la puerta del cementerio, Miguel alcanzó por fin a Jose, primero con sus ojos ansiosos, y después con un toque nervioso de la mano, aferrando una chaqueta esquiva.

—­¿Has traído lo mío? —susurró Miguel, impaciente. Jose metió la mano en el bolso de la chaqueta y con un movimiento casi imperceptible deslizó una bolsita de plástico en la mano de Miguel.

—¿No será la misma mierda que ha matado a Rosa?

—Eso no volverá a pasar.

Sin despedirse, Jose se agachó para recoger una piedra del suelo y la guardó, justo antes de encaminarse hacia el coche; el Peugeot 126 gris, herencia de su madre, lucía aún más sucio después de la lluvia recibida. Rodeando el retrovisor central, un rosario que Jose nunca se había atrevido a quitar adornaba el interior desolado, y provocó una sonrisa resignada en el rostro de su dueño, un rosario gobernando la barcaza de Caronte. El asiento trasero del coche aún conservaba algunas zonas oscurecidas, restos de la sangre que fluía a borbotones por todos los orificios de Rosa, antes de abandonarla en la puerta del hospital. Un vistazo atrás, rostro pétreo, meto primera y me olvido de esta mierda.

Cuando llega al barrio, aparca frente a la panadería, deja los problemas en el maletero y abre el portal que le conduce a otro mundo; aquí las cosas son distintas, la luz no se esconde y hasta el tiempo transcurre de otra forma. El ascensor se parece demasiado a un ataúd, así que sube por las escaleras, con el rostro relajado, una sonrisa casi flotando. Abre la puerta de casa y el brillo le deslumbra.

—¡Papi!

—¡Hola Ricky! ¿Ya has terminado los deberes?

—Me falta un poquito…  —Mirada de picardía, la inocencia intentando parecer arrepentida— Pero luego los termino, te lo prometo. ¿Qué me has traído de la reunión? Dijiste que me regalarías algo si te tocaba trabajar en Domingo.

Jose mete la mano en el bolso y esconde en ella la piedra, saca el puño cerrado y se hace el interesante durante unos segundos, mientras el niño espera sin perder de vista a su padre. Finalmente alza el brazo hacía él.

—A ver si adivinas lo que es.

—Qué pequeño! Tiene que ser un juguetito. ¿Un coche?

—Frío, frío…

—¿Un Spiderman?

—Ni te acercas.

—Joooo, dímelo…

El padre adopta una pose solemne y abre la mano. Decepción.

—¿Una piedra? —La voz de Ricky es un lamento.

—Eso es lo que parece verdad, pero para qué te iba a traer una piedra.

—¿Porque sabías que no he terminado los deberes?

—No Ricky, no es ningún castigo. Es un secreto —el rostro del niño comienza a cambiar—. Anoche hubo Luna llena, y cuando esto sucede, al llegar el día, la Luna cae y se reparte por todo el mundo. ¡Es un cachito de Luna! La reunión de esta mañana era para encontrar pedazos de Luna y ayudarla a subir al cielo entera otra vez. Verás, te voy a contar algo, pero no puedes decírselo a nadie, ¿Vale?

—¡Vale!

—La luna se alimenta de luz de estrellas. Tu misión es poner este cacho en la terraza por la noche, para que pueda ir creciendo; hay 12 niños en todo el mundo haciendo lo mismo que tú. Cada noche que la des de comer, irá creciendo, y poco a poco se subirá al cielo para que todos la veamos.

El resto del día pasa en un suspiro, bajan a la calle, hablan, ríen, juegan con las horas y alguna se les pierde, de forma que enseguida aparece la noche y Ricky se acuesta, no sin antes dejar la piedrecita en algún lugar en el que pueda crecer; son gente normal, una familia feliz, hasta que suena el teléfono.

Jose descolgó sorprendido al ver el número.

—¿Qué quieres? —Su voz sonaba gastada

—Necesito más tío —El tono de Miguel era autoritario, imbuido de un valor ajeno.

—No me jodas, te he pasado esta mañana, ahora no…

—He dicho que necesito más. Deberías hacer caso a los buenos amigos, no sea que se aburran y busquen gente nueva, algún madero al que le interese lo de Rosa, por ejemplo.

—En media hora donde siempre.

La expresión de Jose era la encarnación de la furia, pero cuando entró al cuarto de su hijo para comprobar que seguía durmiendo, transmutó en vergüenza, y al instante los músculos de su cara se relajaron y adoptaron aquella expresión tan familiar para él, la de resignación; al menos consiguió sonreír levemente al ver la piedra sobre la repisa de la ventana. Después fue a su habitación, abrió el armario y rescató un par de bolsitas ocultas en una bota de montaña, antes de esconderse en su cazadora y bajar a la calle.

“El tabervenero” era un bar de barrio venido a menos. Cuando empezó la crisis cada uno se mantuvo a flote como pudo, y aquí la solución a la que llegaron pasaba por ser punto de encuentro de yonkis; no es que fueran clientes muy refinados, pero eran leales: siempre que tenían algo de pasta, iban allí a pillar.

Cuando Jose llegó al bar, Miguel esperaba en la barra jugueteando con un botellín de cerveza, dio un respingo al verle e intentó componer una pose decidida, pero se derrumbó incluso antes de que el camello llegara hasta él.

—Lo siento tío, se me ha ido de las manos, estos días han sido muy duros, no volverá a pasar.

—Ya —Jose se dirigió al camarero sin apenas mirar a su amigo, aunque se acercó tanto a él que sus hombros chocaron—. Lot, ponme una cerveza.

—¿Por qué le llamas Lot? —Miguel se separó un poco, intimidado.

—Porque su mujer es muy salada —Lot escuchó la respuesta y sonrió nostálgico, mientras dejaba la cerveza en la barra y se iba a atender a otro cliente.

—No entiendo nada de lo que dices —Miguel miraba confuso, sin saber muy bien cómo comportarse.

—Mejor. Vamos a lo importante. Palpa en tu bolsillo izquierdo, ya tienes lo que buscas.

—Joder, eres bueno, no me he dado ni cuenta. Voy al baño a colocarme, no sabes cuánto lo necesito. Ahora vuelvo.

—No —La mirada de Jose era odio condensado—. Incluso aquí estás llamando la atención con tanto movimiento estúpido, y esas caras que me pones que pareces un mimo. No querrás ser el primer cerdo al que echan de una pocilga. Ve al parque y espérame allí, yo me acabo la cerveza y voy.

Miguel no se lo pensó ni un instante, se despidió de su amigo con una tímida palmada en el hombro y salió del bar con paso errático, ese vaivén patético del hombre destruido que pretende aparentar normalidad. A los pocos segundos, Antonio, Lot para los amigos, se acercó a Jose.

—¿Tu amigo está bien? —Antonio hablaba con ese tono neutro de los camareros veteranos, que lo mismo te preguntan si está lloviendo, o qué tal llevas lo del cáncer.

—No, está muy raro desde lo de Rosa, me tiene preocupado. Anda buscando algo de polvo para pasar el mal trago, pero yo no tengo nada; al parecer mis palabras de consuelo tampoco le sirven, ya ves como se ha ido.

—¿Y tú qué tal lo llevas?

—Sin más, se veía venir.

La conversación continuó, y duró lo mismo que la cerveza. Hablaron de los tiempos en los que el bar lo frecuentaban las familias del barrio, cuando Jose bajaba con su padre y el resto de los parroquianos, él tomaba mosto y miraba con curiosidad el vino de los mayores, sonreía ante chistes que no entendía del todo, e intentaba comprender los motes que ponían a todo el mundo: aquella camarera, Pandora, la que siempre metía mano en la caja; el bueno de Hércules, que llevaba de viaje desde los 70, cuando descubrió el LSD; el otro hombrecillo esmirriado y calvo al que todos llamaban Sansón… Se despidieron con un apretón de manos y cada uno siguió a lo suyo.

De vuelta hacia la casa, Jose pasó por el parque y comenzó a buscar una piedra que sirviera para sustituir a la Luna, y justo antes de encontrarla distinguió un bulto apoyado junto al árbol más alejado de las farolas; no necesitó acercarse para saber que pertenecía al cuerpo de Miguel, e imaginó su cara de sorpresa al inyectarse la muerte y percibir ese hedor ácido impregnando sus venas, llegando hasta sus mucosas, deshaciéndolo por dentro. Ve ahora a hablar con la poli.

Jose llega a casa y entra en la habitación del niño sin hacer ruido, cambia una piedra por otra y se acuesta en el sofá, agotado. Al amanecer le despierta un grito que desvanece los horrores de la noche.

—¡Papi!!Papi!

—¿Qué pasa?

—¡Mira, la piedra! ¡Ha crecido!

—A ver… aún le falta un poco más, si sigues cuidándola así pronto subirá al cielo.

—¿Hoy no trabajas? Es Lunes y… ¿Qué hora es? ¿No tengo que ir al cole?

—Tengo algo que contarte —Jose atrae a su hijo y lo sienta en su regazo—. Todas esas reuniones a cualquier hora, los días sin aparecer por casa, los gritos y las broncas… son cosa del pasado, no voy a hacerlo nunca más. Desde ahora solo viviré en el presente. Tú y yo, sin trabajo ni colegio, tú y yo jugando y riendo, tú y yo, y nada más. Hasta donde lleguemos.

—¡Qué guay! ¿Y mamá también cuando vuelva?

—No cielo, mamá ahora vive en otro jardín.

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