No siempre estuvieron solos

No siempre estuvieron solos

Elöin examinaba el colgante con extrema curiosidad, tal y como hacía cada vez que se recostaba sobre el pecho de T.

—Parece que lo hubieran forjado ayer mismo; sin embargo, hay algo en sus formas, en su tacto… es antiguo, mucho.

—Siempre dices lo mismo —T se removió ligeramente, apartando a Elöin.

—¿Te he incomodado? —Elöin se retiró por completo, y comenzó a incorporarse— Es solo que… necesito saber qué es. Es mi naturaleza, vivo para el conocimiento.

—Debe ser agradable vivir por algo.

—No empieces con tu melancolía de poeta, por favor.

T también se incorporó, sonriendo a medias ante la broma de Elöin, que siempre conseguía convertir su negatividad en un chiste.

Los dos amantes se vistieron y abandonaron aquel refugio entre la tierra seca y el tacto áspero del cereal. Habían llegado al pueblo esa misma noche, y se sorprendieron enormemente al ver tierras labradas y fértiles, llenas de vida; fue en ese momento cuando se dieron cuenta de que llevaban ya varios meses compartiendo la misma ilusión, aunque de todos esos meses, apenas habían pasado unos cuantos días juntos. Elöin se escapaba un par de noches, y después, volvía a la cueva durante semanas… no era fácil abrir la puerta y salir en algún lugar cercano a donde había dejado a T. El resto de excursiones las aprovechaba para dejar sus inscripciones en el suelo.

Al cruzar la última barrera de aquel laberinto verde y amarillo, se dieron de bruces con un hombre de unos cincuenta años que los acechaba, azada en mano. Al verlos, respiró aliviado.

—Pensé que eráis algún tipo de monstruo —dijo el hombre—. ¿No estáis ya mayorcitos para retozar en el campo?

—Disculpe, no pretendíamos asustarle —Elöin tomó la palabra, con tranquilidad—. ¿Hay muchos monstruos por aquí?

—Todos —respondió el hombre—. Por aquí están todos los monstruos. Son tierras antiguas, y las tierras antiguas tienen recuerdos antiguos. Recuerdos anteriores a nosotros.

Elöin y T se miraron extrañados, y T negó con la cabeza cuando reconoció en su compañero esa mirada pícara que precedía a alguna de sus ocurrencias. Pero Elöin no le hizo ningún caso.

—Estábamos… bueno, estábamos por ahí, jugueteando, y hemos encontrado algo antiguo, tal vez perteneciera a un monstruo. Quizás pueda decirnos de qué se trata.

—¿El qué? —El hombre abrió los ojos, expectante, como si la clave para reconocer la verdad estuviera en el tamaño de sus pupilas.

—Enséñaselo.

Elöin tiró con suavidad de la camisa de T, y este, de mala gana, la desabrochó para sacar su colgante. El hombre se acercó al colgante con rapidez, pero paró en seco cuando estuvo a unos centímetros de él, lo suficientemente cerca como para distinguirlo perfectamente en medio de la noche. Su expresión cambió por completo, y su rostro destacaba tanto entre las caras que los amantes estaban acostumbrados a ver como una azucena en mitad de un campo de margaritas.

—¿Qué pasa? ¿Quiénes sois?

El hombre preguntó mientras los miraba, confundido. T retrocedió un paso, aprovechando para guardar de nuevo el colgante, al tiempo que Elöin miraba al hombre como quien mira una aurora boreal.

—¿Estás bien? ¿Quién eres tú? —Elöin preguntó con su voz más dulce.

—Yo… sí, pero… ¿Qué hago aquí? Esta… esta no es mi vida… yo… trabajaba en una fábrica —El hombre miró sus manos, se asustó y arrojó la azada al suelo—. ¿Qué hago en el campo? ¿Dónde está mi mujer?

De pronto, el hombre salió corriendo hacia las casas que recortaban el bosquecito unos metros más adelante, y Elöin salió corriendo justo detrás; T no tuvo más remedio que seguirlos. Los alcanzó parados frente a una casa de madera, el hombre la miraba de lado a lado, como si buscara algo.

—¿Dónde está el timbre? Aquí debería haber un timbre… ¿Y a qué viene tanta madera? ¡Ruth! —El hombre buscó las ventanas y se puso a gritar junto a ellas— ¡Ruth!

Elöin se acercó a T y, sin dejar de mirar al hombre que iba corriendo y gritando de una ventana a otra, comenzó una conversación entre susurros.

—¿Cómo va eso que me dijiste de entrenar, guerrero?

—Bien, he aprendido muchas cosas estos meses… pero no me he enfrentado a nadie.

—Pues creo que ha llegado el momento, deberías inmovilizarlo. ¿Serás capaz?

T cuadró la espalda y sacó pecho. Estaba ridículo, aquella pose no encajaba para nada con la inseguridad en sus ojos y unos dedos que se agitaban como si no supieran cuál era su función. Cerró los puños para evitar esto último, y con el fin de que sus ojos no le delataran, decidió mirar hacia dentro; así, todo su rostro se endureció. Con apenas tres pasos se situó junto al hombre que seguía gritándole a las ventanas, le agarró el brazo derecho y lo giró en una postura antinatural hacia la espalda; el hombre dejó escapar un grito de dolor, se dio la vuelta enfurecido y con el brazo aún libre golpeó el rostro de T, justo a la altura del mentón. T cayó al suelo, aturdido. Necesitó unos segundos para recuperar el conocimiento, y cuando lo hizo, el hombre forcejeaba junto a la ventana, atado a una de las vigas de madera de la casa con una cuerda que le rodeaba pies y manos.

—¡Qué gran técnica! —Elöin se dirigió hacia él, sonriente— Le has distraído, has hecho que se confíe… y me has dado tiempo para atarlo. Eres un genio.

—Cállate —T se acariciaba el mentón—. ¿De dónde has sacado la cuerda?

—La cuerda no existe —susurró Elöin, sin perder la sonrisa.

Mientras el hombre permanecía atado, los temibles guerreros discutieron acerca de cómo utilizar esta nueva cualidad que habían descubierto en el colgante; pese a las reservas de T, Elöin se salió con la suya, como siempre, y comenzaron a pasear por el pueblo enseñándoselo a todo el mundo. La mayoría de las personas lo ignoraban, pero tres despertaron y acabaron atados junto al primero, mientras T aumentaba su colección de magulladuras. Cuando estuvieron seguros de que nadie más reaccionaba ante el colgante, se reunieron con sus prisioneros junto a la cabaña en la que permanecían atados.

Elöin los observaba en silencio, como si estuviera pensando qué hacer con ellos, hasta que T, visiblemente incómodo, decidió intervenir.

—Bueno, ¿y ahora qué? No podemos dejarles así —T miró con preocupación a su rehén situado más a la izquierda, un niño de unos diez años—. Hay que soltarlos ya.

Elöin cerró los ojos suavemente y, al abrirlos, las cuerdas habían desaparecido. Volvió la vista hacia los recién llegados a su mundo, y con la convicción del erudito les dijo: “Os venís con nosotros”.

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